miércoles, 11 de enero de 2017

El pintor de abanicos



A Alfonso no le parecieron excesivos los doscientos siete escalones que ascendían hacia el campanario. Estaba tan ensimismado en su propios pensamientos que lo único que hacía era contarlos uno por uno. Conocía el total de la cuenta, así como también su final resolución. Eso sí, le pesaba el cuerpo, a pesar de lo poco que había comido en las últimas semanas.

Antes de subir al Miguelete, había terminado su último abanico. Se sentía satisfecho. Había realmente logrado una obra bella. Los colores parecían dialogar en la tela mezclándose a veces, separándose otras. Los ribetes y arabescos oscuros le habían agregado el tono final. Se alegraba de habérselo dejado en la puerta de su casa, sin llamar. Sara no necesitaba saber quién era el artesano. Además, ella debía estar ultimando los detalles del viaje. Se la imaginaba con la maleta negra y pesada junto a la puerta, y de pronto encontrar el abanico allí junto a la reja de la entrada, suspendido en un espacio ajeno. Seguramente se acercaría despacio, primero sin tocarlo y luego en un temblor de cejas sacándolo suavemente de entre las rejas, tal vez llevándoselo a los labios, o al pecho.

La respiración de Alfonso se hacía más corta, como las paredes del campanario antiguo, se iba cerrando a medida que ascendía. Pero a él no le importaba, ya nada en verdad le importaba. Solo la imagen de Sara con el abanico entre las manos, y su maleta en la otra, de cara al barco que la llevaría lejos de España, en un viaje sin retorno. Y aunque la culpa, si es que había culpables, era de él, le dolía haber sido tan cobarde. Es cierto que Sara no le había reprochado que él no hubiese aparecido la noche de la fuga, que la hubiera dejado sola esperándolo hasta que la luna descendiera. Pero tampoco había vuelto a hablarle. Ni a mirarlo. Alfonso en cambio había creído que, luego de un tiempo, ella entendería. Que la idea de fugarse juntos sin trabajo y sin dinero era una locura y que él simplemente era incapaz de hacer algo así. Que en el pueblo tenía un oficio y que de él vivía, y que si se iba de allí a otro lugar era posible que lo pasaran muy mal. En el fondo, tenía miedo. Y con tanto ahora había perdido a Sara, que ante su renuncia había decidido darle el sí al desconocido que vivía en Buenos Aires y con quien viviría el resto de su vida. Hacia allí iba Sara, a vivir del otro lado del mar, donde no alcanza la vista.

Dicen que desde la torre del Miguelete se ve toda Valencia y aun más allá. Alfonso creía que tal vez pudiera divisar desde lo alto su pueblo, y a Sara a punto de partir hacia el ferrocarril que la llevaría al puerto. Los escalones en caracol eran cada vez más pequeños pero ya Alfonso podía vislumbrar la luz de la espadaña donde estaba la campana más renombrada:  "Miguel". La había escuchado repicar tantas veces desde su taller en el arrabal que no veía la hora de tocarla con sus propias manos.

Por fin, un aire fresco le anunció que ya estaba en la terraza, a sus pies toda la ciudad amurallada y aun más lejos pero visible su pueblo pequeño, la plaza, el puente morisco. Entonces miró hacia abajo. Unos cincuenta metros lo separaban del suelo. Pero no tuvo miedo. No esta vez. Acercó así los pies al borde del campanario que parecía protegerlo, en medio del arco hueco que daba al vacío. Al menos, desde allí, no se sentía un cobarde. 

Entonces se escuchó la campana del lado este que sonaba. Uno, y repicaba, dos, y repicaba, tres, y Alfonso cerró lo ojos mientras en un impulso se arrojaba de la torre. Yo tengo para mí que en el instante en que sintió su cuerpo en descenso directo pensó en Sara y en cuánto le hubiera gustado decirle que no se fuera sin él.




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