lunes, 13 de febrero de 2017

El hundimiento del Benlliure

El temporal de Levante que se ha desatado el 20 de noviembre ha provocado la muerte de más de veinte marineros que se encontraban en alta mar. Tres marineros de la Sociedad de Salvamento de Náufragos, que habían salido con el bote salvavidas Arias de Miranda para prestar auxilio a una barca pesquera, han muerto.
En aguas de Gandía, dos tripulantes han muerto tras zozobrar el laúd Flacusta en el que viajaban. Lo mismo ha ocurrido con la barca San Juan, cerca del Perelló, donde han fallecido varios marineros que la tripulaban. Ocho marineros han muerto igualmente por el hundimiento del bergantín Soberano.
El Mariano Benlliure 
A finales de año ha llegado la noticia del naufragio en el Canal de la Mancha del vapor valenciano Mariano Benlliure, de la Compañía Valenciana de Correos de África, en el que ha fallecido toda la tripulación del vapor.

Sé que no es cierto. Sé bien que hablan y hablan pero en definitiva nadie sabe nada. Que el tiempo es malo lo veo. Ese viento del levante que no ha cesado desde el martes y la lluvia persistente, eso puedo verlo. Pero de allí a conjeturar el naufragio del barco más grande que he visto hasta ahora es algo ridículo. Recuerdo la fiesta de botadura, la majestuosidad del casco impecable y tan largo, la chimenea imponente y las numerosas ventanas de los camarotes. Un vapor de ese tamaño no puede simplemente desaparecer. Naufragar dicen. Lo del Flacusta lo entiendo, un laúd es un juguete en medio del temporal y la pobre Josefa no tiene consuelo. pero a quién se le ocurre salir a alta mar cuando ya se veía avecinarse tamaña tormenta. En cambio el Benlliure era otra cosa. Ese casco puede desafiar cualquier oleaje. A mí no me importa lo que vengan a decirme. Que no han tenido noticias y que el último radiograma del capitán Segarra y que tanto silencio, nada de eso es cierto. El miedo los consume. Yo, en cambio, no tengo miedo. Tengo fe. Sé que estaremos viendo al vapor llegar al puerto, y que correré por el muelle al verlo amarrar, y que desde cubierta atisbaré el pelo crespo primero, la mano alzada la sonrisa franca y el abrazo, el abrazo eterno de José y de sus catorce años, y aunque él insista yo le diré que no más, que nunca más, que ya bastante me he asustado con estos rumores del naufragio y que mejor elija otro oficio, que esto de ser marinero no es seguro y que su mamá le buscará un trabajo aquí cerca de ella, aquí a la vuelta en la herrería. es más, hoy mismo hablaré con Don Pedro por el puesto. Hoy mismo. 

miércoles, 1 de febrero de 2017

El asesino de Villanueva

Un paciente del Dr. Villanueva, que sufría intensos ataques de neurastenia, ha matado de dos tiros al médico que entraba en la habitación en ese momento y se ha suicidado.


Eugenio Sanchez estaba cansado, muy cansado. Se había levantado esa mañana casi sin fuerzas, a pesar de haber dormido más de diez horas. Las había contado con los dedos para asegurarse la exactitud. Y era cierto. Diez horas desde las 8 de la noche en que se había acostado sin fuerzas tampoco para comer, y se había dormido sin demasiada dificultad para conciliar el sueño, como era su costumbre. Seguramente el Dr. Villanueva le diría, de nuevo, que debía comer algo, que acostarse sin ingerir alimento no hacía más que debilitarlo, y que una dieta continua y saludable lo sacaría seguramente del estado en que se hallaba. Pero Eugenio estaba harto. harto del doctor y de sus lecciones de vida. harto de tener que escucharlo siempre, hablando desde el púlpito de su sapiencia, diciéndole lo que tenía que hacer para llevar una vida sana. Y a él qué le importaba una vida sana, si al final todos se iban a morir algún día. Así se había muerto Coco ese día en el bar, o Matilde la hilandera en su cama, y al fin el fiel Pancho que de tan viejo no aguantaba pararse en sus cuatro patas. Con él no le había quedado otra que sacrificarlo, pobre animal. Le había comprado la pistola a un viejo gendarme retirado por unas pocas pesetas. El viejo no había preguntado demasiado y él tampoco entró en detalles. Se amargaba hablando de su perro que, aunque iba a cumplir catorce años, era lo único importante que le quedaba cerca. Los demás se habían ido alejando. A poco de fallecer sus padres, su hermano Paco se había mudado a Madrid y ya no se veían. Tenía algunos amigos, pero él no tenía tiempo ni fuerzas para verlos como hacía antes. Por lo que sabía, todos seguían juntándose en el club a jugar bolos, y esa era una actividad que con el tiempo le había resultado sumamente aburrida y por demás agotadora. Así que le quedaba la compañía de Pancho, y la del Dr. Villanueva que se preocupaba bastante por él. Hasta había llegado a visitarlo, cuando se enteró lo del perro. Fue una sorpresa. Solo que a Eugenio le molestaba un poco que el doctor se hubiera apresurado tanto en venir. El casi no había tenido tiempo de limpiar la sangre. Nunca jamás había matado nada ni a nadie y le falló un poco el pulso al activar el gatillo. Primero le dio en una oreja y el perro se asustó tanto que se levantó como pudo y se escondió bajo el mueble del aparador. Pero allí se quedó inmóvil y Eugenio pudo apuntar mejor, no quería hacerlo sufrir pero su inexperiencia y debilidad hacían que fuera difícil sostener el arma firme y apuntar. Al fin, después de cuatro intentos lo logró y Pancho dejó de respirar. El se quedó mirándolo muy triste, y hasta perdió la noción del tiempo, le costaba levantarse aunque la sangre del perro lo estaba invadiendo. Fue entonces que llegó el doctor. Aun no sabe cómo fue que se enteró aunque piensa que tal vez los disparos alertaron a los vecinos que llamaron al médico. Extraño que llamaran al doctor Villanueva y no a la policía, como si supieran algo de su condición. Neurastenia la había llamado el médico. Eugenio no tenía idea de lo que eso significaba, solo sabía que estaba muy, muy cansado. Tanto, que no pudo abrir la puerta cuando llegó el doctor, pero alguien le habría dado una llave. Le pareció que Villanueva se alarmaba. Eugenio no entendía bien de qué, pero vio como el hombre limpiaba el piso, recogía al perro y a él y lo llevaba a su dormitorio.
-Descanse Eugenio, y mañana quiero verlo en mi consultorio. Venga temprano así evita la larga fila de pacientes que llegan a media mañana.

Así que ahi estaba, esperando en el cuarto del consultorio a que llegara el médico, otra vez seguramente a recetarle unas nuevas pastillas, una nueva receta para ese cansancio que no lo dejaba vivir. Aunque en realidad, pensaba, tal vez Villanueva mismo sea el causante de todos mis males, es él quien no quiere verme sano, el que me habla y me habla sin escucharme, y me da cada día más medicamentos. Escuché el otro día que el hombre es tan rico que ha comprado parte de la farmacéutica. Con razón me da todas esta pastillas, lucrando con los enfermos, claro.

Eugenio tocó el arma en su bolsillo derecho. Debía hacerlo, aprovechar esta oleada de energía nueva que lo invadía, tal como el doctor le había aconsejado.

- Haga lo que tenga ganas, Eugenio, siga sus instintos, sus deseos, junte fuerzas y levántese que la vida vale la pena.

Y claro que valía la pena. Sabía que aun le quedaban tres balas. Debía ser certero esta vez. Si acertaba de primera, a lo sumo quedaría una sin usar.