No
sé si todo empezó por leer a Salgari o por creerse Sandokan, pero cuando el padre
de Sole le anunció que había comprado un
barco, ella se sintió pirata sin haber puesto un pie a bordo ni conocer a fondo
el significado de la palabra navegar. La simple idea de vivir alguna de esas
aventuras que había leído la llenaba de entusiasmo. Los detalles eran siempre
accesorios: las aguas cálidas del mar malayo eran fácilmente reemplazadas por
el río impenetrable y marrón, y las islas con sus montes bien podían parecerse
al puerto de Buenos Aires con los edificios por detrás. En cambio, el viento
continuo en la cara era el mismo, la cubierta de madera que habían pisado las
botas del pirata eran seguramente las
mismas que pisaba ella ahora y las voces de mando no debían diferenciarse mucho
al ritmo de babor o estribor, cazar, filar o mantener el rumbo. Tenía por
entonces unos diez años, pero estaba atenta a la maniobra como si de ella
dependiera la navegación del Samarkanda, un majestuoso velero de cuarenta y
cuatro pies que entonces surcaba las aguas del Río de la Plata.
Con
el tiempo fue aprendiendo los gajes del oficio marino. Sabía qué hacer para
zarpar sin contratiempos, guardar las defensas en el tambucho de popa, arrojar
el cabo al muelle sin que se cayera al agua, adujar los que quedaban a bordo y
acomodarlos prolijamente al lado de cada molinete, listos para izar las velas a
las órdenes del capitán. Había aprendido, también, que navegar en el río no era
igual que en el sudeste asiático, y que la correntada era traicionera, además
de sucia y probablemente contaminada, solo en las afueras se podía disfrutar de
un buen chapuzón, siempre que el lecho baboso no estuviera muy cerca de sus
pies.
Pero
Sole era una burguesa criada en la capital, hija de un padre aventurero y una
madre intelectual. De esa unión salió ella, mezcla de señorita educada y buena
alumna que en cualquier momento se tapaba un ojo y salía a cazar tesoros en su
velero inmortal. Y ni les cuento cuando conoció a Patricio, ni más ni menos que
Sandokan en persona. Sí, al héroe de su infancia en carne y hueso con bigotes y
barba y esa piel aceitunada y tersa, y aunque estudiante de ingeniería, tan
ávido de aventuras como ella, tanto que no dudó cuando le propuso salir a dar
la vuelta al mundo al abordaje y sin permiso. Por entonces Sole había terminado
el colegio y estaba estudiando abogacía, pero ni el promedio excelente ni las
advertencias de sus amigas la retuvieron.
Una
mañana de octubre, aprovechando el buen tiempo y el viento a favor, llegaron al
puerto de San Fernando con suficientes provisiones para una larga jornada. Desarmar
la maraña de cabos les tomó un tiempo, pero en poco menos de una hora
estuvieron listos y confiados para echarse al mar. Zarparon con un entusiasmo
que les inflaba el pecho a los dos y una sonrisa que les hacía cosquillas en la
panza. Remontaron el Luján rumbo sur con buen viento y un húmedo sol de
mediodía. Nada parecía interrumpir esa sensación de mundo en sus manos,
libertad al fin con gusto a río sin plata pero con tanta ilusión agazapada.
Y
como nada es perfecto sucedió lo que tenía que suceder. Fue Patricio, ingeniero
al fin, el primero en darse cuenta del desperfecto.
-
“Me parece que el agua esa no
estaba ahí cuando subimos”- dijo señalando un ya importante charco que se
acumulaba en la única cabina y empezaba a mojarles los pies.
-
No - dijo Sole - ¿de dónde
será que está entrando?- . Su voz sin alarma aun, acostumbrada como estaba a
los imprevistos de la navegación. –Acá traje esta botella por si teníamos que
achicar.
-
¿Achicar qué? – el tono de
Patricio no era calmado como el de Sole.
-
Sacar el agua y tirarla
afuera, dale, apurate que cada vez entra más – dijo Sole al tiempo que le
entregaba la mitad de una botella de coca cola partida en dos.
Patricio,
Sandokan destituido a marinero, obedeció sin preguntar, pero por más que
achicaba, el agua seguía entrando. Su mente de ingeniero lo alertaba, algo
estaba mal, muy mal en esa aventura.
Mientras,
el barco seguía rumbo norte, la vela tersa, el viento perfecto pero cada vez
más pesado y lento y el agua que no terminaba de irse aunque los brazos de
Patricio no paraban de trabajar.
Entonces
Sole tuvo una visión, un suerte de relámpago que iluminó su mente y la hizo
caer en la realidad.
-
¡El tapón! – gritó- ¡no le
pusimos el tapón!.
-
¿Lleva tapón esta cosa? – las
órbitas desmesuradas del casi ingeniero iban de la botella en su mano a Sole, y
de Sole a la botella tan inútil ahora.
De
pronto, ante sus ojos, el Samarkanda era ahora ese laser, un velerito de práctica de cuatro metros que, en efecto, necesitaba un tapón para dar
una vuelta por el río, que puede ser el mundo si dejás que los sueños fluyan
corriente arriba como ellos, pero en este preciso momento era ese cascarón de
plástico que no se iba a mantener a flote por mucho tiempo más, si no le ponían
un tapón a sus sueños, orzaban rápido y pegaban la vuelta hacia el club
apelando a todos los santos del cielo para llegar, aunque sea con el agua hasta
el cuello pero a salvo, a la tierra seca.
Así
lo hicieron, convertida de pronto la carroza en calabaza y el legendario
Samarkanda en un pequeño corcho que flotaba y que los llevó a puerto seguro,
con todos los sueños hundidos en ese río mugriento, oloroso y contaminado de
otros sueños que nunca, pero nunca, se hacen realidad.