Hasta el siglo que viene

 

1921 | NOTICIAS DESTACADAS 

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Al doctor Vázquez Bernabeu le dolían las piernas, los pies, la cabeza. El hombro derecho después de la caída, la mano que soportara las gruesas cuerdas de prisión. Los ojos, debilitados por el oscuro encierro en la cueva marroquí, no resistían demasiado los rayos del sol valenciano. Su tierra era árida también, pero cuánto más hermosa. Eso pensaba mientras se asomaba por la ventanilla del coche que estaba a punto de dejarlo en su pueblo. Le latía, fuerte, el corazón. Le dolía. Sabía que la gente lo esperaba para agasajarlo. Él solo pensaba en el cuchillo que le facilitara su libertad y en la mano que le facilitó el cuchillo. Y en la piel de esa mano cuya tersura jamás antes había tocado. Y los ojos, verdes brillantes, los mismos que se acostumbró a ver llegar todos los días, con su almuerzo, o por las noches, con la cena. No podía quejarse. Los marroquíes lo había tratado bien. Dos comidas al día eran un lujo en el cuartel de Abd-el-Krim. Pero los ojos verdes habían suplicado y al parecer, el sultán había accedido al ruego. 

Sintió el viento en la cara y respiró hondo. Ya era libre. Cuántas veces había imaginado este momento desde su celda en Annual. El sueño de llegar a Masanasa, la tierra próxima, el río cerca, la brisa aquí. Y esos ojos verdes. Y esa piel morena. Y este corazón allá.


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