Cuentos

 

Relato en el tiempo


Sucedió en un flash, un abrir y cerrar de ojos, un relámpago. Las dos rayas del eva-test en el baño de Sucre y luego vos en mis brazos viscosa y húmeda y esa boca con forma de capullo. Las tetas que explotan y manchan las camisas de leche y yo cual vaca pero tan feliz y preocupada porque ahora hay alguien en este mundo que depende exclusivamente de mí, de lo que haga o no haga con vos, la primera. 

Y de dormir boca abajo pasas a darte media vuelta, vuelta entera y ahí sentada pero ya sin apoyo y ups se cayó del cochecito de ahora en más a atarla que esta chica se mueve mucho. Pero atarte en el cochecito fue más fácil que atarte en la silla del auto y peor que atarte, callarte porque no dejaste de llorar en los cuatrocientos kilómetros que hay entre Buenos Aires y Pinamar, hasta que por fin te dormiste, una media hora de paz para despertar y ver de nuevo el cinturón y continuar llorando como si nada. Claro que a la vuelta de Pinamar fuimos las dos atrás, sin cinturón pero tan felices todos. Y te hubiera atado de nuevo, pero con correa larga a los dieciséis, cuando te vi en el parque con una amiga en plena mañana de escuela. 

Los dos primeros dientes que te salieron no los descubrí yo sino tu abuela, y al otro día estaban todos ahí en perfecta hilera blanca, y después se cayeron y crecieron de nuevo, tantos y tan grandes que hubo que arrancarte cuatro muelas para que la sonrisa te quedara perfecta. 

El primer paso lo diste el día de tu cumpleaños con los brazos abiertos mientras decías pa-pá y yo celosa ma-má, si es mamá la que te cuida 24/7, mentira que tu papá bien embobado con vos también, hasta te escribía en el cuaderno que compré para no olvidar esos años de crianza. Y ahora reviso el cuaderno y tengo que resumirlo en una página. 

De los dos pasos primeros diste mil y uno después, pero a toda hora, y cada vez dormimos menos con tu papá, porque te levantabas y, paso va paso viene, ya llegabas a todos lados y te trepabas a los bancos de madera que sin compasión se te caían encima, y hospital y dos puntos en la frente que fueron mucho más leves que romperte la muñeca y el dedo por tirarte en patineta por una pendiente a los diecisiete años y no llamar a tu mamá sino hasta el día siguiente porque seguro se te pasaba pronto. 

A los siete meses decías “no” “atá” o “bau” y entendíamos perfectamente que no querías ese vestido, o habías encontrado algo o visto al perro del vecino. Fue más difícil entender un tiempo después que querías hacer una fiesta en casa cuando nosotros no estábamos, o por qué era tan importante fumarte un porro de vez en cuando. 

Tengo las fotos de tu bautismo, apenas a los tres meses, pero a los siete años me preguntaste si Dios era varón, yo dudé y dije sí y vos muy segura contestaste: El mío es nena. Con tu Dios nena anduviste unos años, hasta que por fin lo abandonaste también y me dijiste: No hay Dios mamá, no hay nada. 

A los dos años te dejé en el jardín de infantes y llorabas sin parar y eso mismo pasó durante bastante tiempo de manera repetida, te costaba separarte de mí, corrías a la puerta cuando salíamos con tu papá a cenar afuera, y gritabas para que no nos fuéramos, hasta que un día, enojada porque te obligué a ducharte gritaste cuándo me voy a ir de esta casa. Y la verdad es que te costó tiempo irte de casa, muchos días después de ese día de la ducha, en que apenas tenías nueve años pero ya querías volar. 

Te ayudo hoy a empacar tus zapatos en la caja de mudanza, sí por fin, vas a tener tu propia casa, saliste de la ducha y ya no estás más en la casa familiar sino en la tuya,   y los zapatos son parecidos a los que te pusiste ayer y eran tan grandes que te entraban pies y manos y así y todo intentabas caminar con ellos, pero estos te quedan bien, son de tu talla, número 7, y yo los empaco y me acuerdo de cuando te probabas los míos y pienso que fue ayer, fue ayer apenas.

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