lunes, 13 de mayo de 2019

El Samarkanda


            No sé si todo empezó por leer a Salgari o por creerse Sandokan, pero cuando el padre de Sole le  anunció que había comprado un barco, ella se sintió pirata sin haber puesto un pie a bordo ni conocer a fondo el significado de la palabra navegar. La simple idea de vivir alguna de esas aventuras que había leído la llenaba de entusiasmo. Los detalles eran siempre accesorios: las aguas cálidas del mar malayo eran fácilmente reemplazadas por el río impenetrable y marrón, y las islas con sus montes bien podían parecerse al puerto de Buenos Aires con los edificios por detrás. En cambio, el viento continuo en la cara era el mismo, la cubierta de madera que habían pisado las botas del pirata eran seguramente  las mismas que pisaba ella ahora y las voces de mando no debían diferenciarse mucho al ritmo de babor o estribor, cazar, filar o mantener el rumbo. Tenía por entonces unos diez años, pero estaba atenta a la maniobra como si de ella dependiera la navegación del Samarkanda, un majestuoso velero de cuarenta y cuatro pies que entonces surcaba las aguas del Río de la Plata.
            Con el tiempo fue aprendiendo los gajes del oficio marino. Sabía qué hacer para zarpar sin contratiempos, guardar las defensas en el tambucho de popa, arrojar el cabo al muelle sin que se cayera al agua, adujar los que quedaban a bordo y acomodarlos prolijamente al lado de cada molinete, listos para izar las velas a las órdenes del capitán. Había aprendido, también, que navegar en el río no era igual que en el sudeste asiático, y que la correntada era traicionera, además de sucia y probablemente contaminada, solo en las afueras se podía disfrutar de un buen chapuzón, siempre que el lecho baboso no estuviera muy cerca de sus pies.
            Pero Sole era una burguesa criada en la capital, hija de un padre aventurero y una madre intelectual. De esa unión salió ella, mezcla de señorita educada y buena alumna que en cualquier momento se tapaba un ojo y salía a cazar tesoros en su velero inmortal. Y ni les cuento cuando conoció a Patricio, ni más ni menos que Sandokan en persona. Sí, al héroe de su infancia en carne y hueso con bigotes y barba y esa piel aceitunada y tersa, y aunque estudiante de ingeniería, tan ávido de aventuras como ella, tanto que no dudó cuando le propuso salir a dar la vuelta al mundo al abordaje y sin permiso. Por entonces Sole había terminado el colegio y estaba estudiando abogacía, pero ni el promedio excelente ni las advertencias de sus amigas la retuvieron.
            Una mañana de octubre, aprovechando el buen tiempo y el viento a favor, llegaron al puerto de San Fernando con suficientes provisiones para una larga jornada. Desarmar la maraña de cabos les tomó un tiempo, pero en poco menos de una hora estuvieron listos y confiados para echarse al mar. Zarparon con un entusiasmo que les inflaba el pecho a los dos y una sonrisa que les hacía cosquillas en la panza. Remontaron el Luján rumbo sur con buen viento y un húmedo sol de mediodía. Nada parecía interrumpir esa sensación de mundo en sus manos, libertad al fin con gusto a río sin plata pero con tanta ilusión agazapada.
            Y como nada es perfecto sucedió lo que tenía que suceder. Fue Patricio, ingeniero al fin, el primero en darse cuenta del desperfecto.
-       “Me parece que el agua esa no estaba ahí cuando subimos”- dijo señalando un ya importante charco que se acumulaba en la única cabina y empezaba a mojarles los pies.
-       No - dijo Sole - ¿de dónde será que está entrando?- . Su voz sin alarma aun, acostumbrada como estaba a los imprevistos de la navegación. –Acá traje esta botella por si teníamos que achicar.
-       ¿Achicar qué? – el tono de Patricio no era calmado como el de Sole.
-       Sacar el agua y tirarla afuera, dale, apurate que cada vez entra más – dijo Sole al tiempo que le entregaba la mitad de una botella de coca cola partida en dos.
            Patricio, Sandokan destituido a marinero, obedeció sin preguntar, pero por más que achicaba, el agua seguía entrando. Su mente de ingeniero lo alertaba, algo estaba mal, muy mal en esa aventura.
            Mientras, el barco seguía rumbo norte, la vela tersa, el viento perfecto pero cada vez más pesado y lento y el agua que no terminaba de irse aunque los brazos de Patricio no paraban de trabajar.
            Entonces Sole tuvo una visión, un suerte de relámpago que iluminó su mente y la hizo caer en la realidad.
-       ¡El tapón! – gritó- ¡no le pusimos el tapón!.
-       ¿Lleva tapón esta cosa? – las órbitas desmesuradas del casi ingeniero iban de la botella en su mano a Sole, y de Sole a la botella tan inútil ahora.
            De pronto, ante sus ojos, el Samarkanda era ahora ese laser, un velerito de práctica de cuatro metros  que, en efecto, necesitaba un tapón para dar una vuelta por el río, que puede ser el mundo si dejás que los sueños fluyan corriente arriba como ellos, pero en este preciso momento era ese cascarón de plástico que no se iba a mantener a flote por mucho tiempo más, si no le ponían un tapón a sus sueños, orzaban rápido y pegaban la vuelta hacia el club apelando a todos los santos del cielo para llegar, aunque sea con el agua hasta el cuello pero a salvo, a la tierra seca.
            Así lo hicieron, convertida de pronto la carroza en calabaza y el legendario Samarkanda en un pequeño corcho que flotaba y que los llevó a puerto seguro, con todos los sueños hundidos en ese río mugriento, oloroso y contaminado de otros sueños que nunca, pero nunca, se hacen realidad.