sábado, 10 de abril de 2021

Relato en el tiempo

Sucedió en un flash, un abrir y cerrar de ojos, un relámpago. Las dos rayas del eva-test en el baño de Sucre y luego vos en mis brazos viscosa y húmeda y esa boca con forma de capullo. Las tetas que explotan y manchan las camisas de leche y yo cual vaca pero tan feliz y preocupada porque ahora hay alguien en este mundo que depende exclusivamente de mí, de lo que haga o no haga con vos, la primera. 

Y de dormir boca abajo pasas a darte media vuelta, vuelta entera y ahí sentada pero ya sin apoyo y ups se cayó del cochecito de ahora en más a atarla que esta chica se mueve mucho. Pero atarte en el cochecito fue más fácil que atarte en la silla del auto y peor que atarte, callarte porque no dejaste de llorar en los cuatrocientos kilómetros que hay entre Buenos Aires y Pinamar, hasta que por fin te dormiste, una media hora de paz para despertar y ver de nuevo el cinturón y continuar llorando como si nada. Claro que a la vuelta de Pinamar fuimos las dos atrás, sin cinturón pero tan felices todos. Y te hubiera atado de nuevo, pero con correa larga a los dieciséis, cuando te vi en el parque con una amiga en plena mañana de escuela. 

Los dos primeros dientes que te salieron no los descubrí yo sino tu abuela, y al otro día estaban todos ahí en perfecta hilera blanca, y después se cayeron y crecieron de nuevo, tantos y tan grandes que hubo que arrancarte cuatro muelas para que la sonrisa te quedara perfecta. 

El primer paso lo diste el día de tu cumpleaños con los brazos abiertos mientras decías pa-pá y yo celosa ma-má, si es mamá la que te cuida 24/7, mentira que tu papá bien embobado con vos también, hasta te escribía en el cuaderno que compré para no olvidar esos años de crianza. Y ahora reviso el cuaderno y tengo que resumirlo en una página. 

De los dos pasos primeros diste mil y uno después, pero a toda hora, y cada vez dormimos menos con tu papá, porque te levantabas y, paso va paso viene, ya llegabas a todos lados y te trepabas a los bancos de madera que sin compasión se te caían encima, y hospital y dos puntos en la frente que fueron mucho más leves que romperte la muñeca y el dedo por tirarte en patineta por una pendiente a los diecisiete años y no llamar a tu mamá sino hasta el día siguiente porque seguro se te pasaba pronto. 

A los siete meses decías “no” “atá” o “bau” y entendíamos perfectamente que no querías ese vestido, o habías encontrado algo o visto al perro del vecino. Fue más difícil entender un tiempo después que querías hacer una fiesta en casa cuando nosotros no estábamos, o por qué era tan importante fumarte un porro de vez en cuando. 

Tengo las fotos de tu bautismo, apenas a los tres meses, pero a los siete años me preguntaste si Dios era varón, yo dudé y dije sí y vos muy segura contestaste: El mío es nena. Con tu Dios nena anduviste unos años, hasta que por fin lo abandonaste también y me dijiste: No hay Dios mamá, no hay nada. 

A los dos años te dejé en el jardín de infantes y llorabas sin parar y eso mismo pasó durante bastante tiempo de manera repetida, te costaba separarte de mí, corrías a la puerta cuando salíamos con tu papá a cenar afuera, y gritabas para que no nos fuéramos, hasta que un día, enojada porque te obligué a ducharte gritaste cuándo me voy a ir de esta casa. Y la verdad es que te costó tiempo irte de casa, muchos días después de ese día de la ducha, en que apenas tenías nueve años pero ya querías volar. 

Te ayudo hoy a empacar tus zapatos en la caja de mudanza, sí por fin, vas a tener tu propia casa, saliste de la ducha y ya no estás más en la casa familiar sino en la tuya,   y los zapatos son parecidos a los que te pusiste ayer y eran tan grandes que te entraban pies y manos y así y todo intentabas caminar con ellos, pero estos te quedan bien, son de tu talla, número 7, y yo los empaco y me acuerdo de cuando te probabas los míos y pienso que fue ayer, fue ayer apenas.

Caprichos

 

Si los pájaros te miran extrañados no dudes en tapar la jaula con una manta gruesa. Así  Andrea no se dará cuenta de que volviste a comprar uno. Será más fácil para ella, y para ti, aceptar la idea de la hija devoradora de pájaros si ocultas el pecado y así por transferencia al pecador. Que no es más culpable la chica que solo se alimenta de aves que el padre que compra el pajarito para ser devorado. Ahora bien, lo del pájaro en la boca, eso ya es otro cuento. Y no es mío.

El regreso

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Al doctor Vázquez Bernabeu le dolían las piernas, los pies, la cabeza. El hombro derecho después de la caída, la mano que soportara las gruesas cuerdas de prisión. Los ojos, debilitados por el oscuro encierro en la cueva marroquí, no resistían demasiado los rayos del sol valenciano. Su tierra era árida también, pero cuánto más hermosa. Eso pensaba mientras se asomaba por la ventanilla del coche que estaba a punto de dejarlo en su pueblo. Le latía, fuerte, el corazón. Le dolía. Sabía que la gente lo esperaba para agasajarlo. Él solo pensaba en el cuchillo que le facilitara su libertad y en la mano que le facilitó el cuchillo. Y en la piel de esa mano cuya tersura jamás antes había tocado. Y los ojos, verdes brillantes, los mismos que se acostumbró a ver llegar todos los días, con su almuerzo, o por las noches, con la cena. No podía quejarse. Los marroquíes lo había tratado bien. Dos comidas al día eran un lujo en el cuartel de Abd-el-Krim. Pero los ojos verdes habían suplicado y al parecer, el sultán había accedido al ruego. 

Sintió el viento en la cara y respiró hondo. Ya era libre. Cuántas veces había imaginado este momento desde su celda en Annual. El sueño de llegar a Masanasa, la tierra próxima, el río cerca, la brisa aquí. Y esos ojos verdes. Y esa piel morena. Y este corazón allá.

Con vos

Con vos, quiero el desayuno de los sábados con fruta y pan caliente, escuchar lo que olvidaste contarme en la semana y saber que no hay apuro, que acá estamos y te escucho, quiero las rosas del súper rojas espléndidas que viven semanas en agua de hielo, quiero verte remar sin canoa ni agua hasta agotar el aliento en un grito sofocado, quiero escucharte respirar junto a mí y a la noche, todas las noches y todas las mañanas, quiero despertar y ver tus ojos de cielo que me miran y sonríen, quiero acariciar tus rulos aun negros y besar la hebras plateadas que de a una van apareciendo, quiero acurrucarme en tu hueco, ese que está hecho para mí, mi espacio de ti, quiero cocinar y sentir tus labios en mi cuello, y después tu abrazo tierno, amoroso, expectante, quiero salir a caminar y que no vayas ni muy rápido ni muy despacio, quiero tu paso acompasado al mío, quiero que llenes tu copa de vino y la mía y conversemos y discutamos y riamos y no, quiero que me digas que tengo que tirar todas esas cosas y quiero decirte que no lo voy a hacer y saber que tenés razón y que voy a terminar tirando todo cuando no me veas, quiero ver la mesa puesta y sentir el olor de la carne con papas al horno y perejil y tanto ajo y amor que le ponés, quiero escucharte hablar horas de tus negocios y proyectos con esa voz seria ejecutiva entusiasmada quiero que desde el balcón me invites a subir, que no hay nadie en casa y tenemos que aprovechar esos momentos y tirarnos en la cama y degustarnos como un buen vino y hacer el amor a color y con sonidos, un poco apurados porque igual en  cualquier momento aparece Agus o Luis o papá. Con vos, quiero la vida así, nunca la misma. No sos el mismo no soy la misma. Lo sabemos.Y te quiero, y me querés.

Ulises

 

Ha pasado un año desde mi retorno y Penélope sigue tejiendo cada noche. Pero ya no desteje. La manta es tan larga que cubre la cama, el dormitorio, la puerta, los pasillos, el jardín, el muelle, las embarcaciones, el ancho mar, rodea la entera Ítaca y regresa a nuestro lecho donde el hilo aprieta ahora mi garganta y con horror veo que tira con fuerza del nudo y lo ajusta y me dice que ya no va a tejer nunca más.