lunes, 30 de enero de 2017

El fantasma de la casa 7

En la casa número 7 de la plaza del Esparto se han oído por las noches ruidos misteriosos que han intrigado mucho al vecindario.
Los periódicos se han ocupado ampliamente de este asunto y las autoridades han establecido vigilancia para encontrar la fuente de los ruidos y evitar la afluencia de gente en los alrededores.
Los ruidos han continuado hasta que la gente y la prensa se han cansado de prestar atención al autor de la burla, que no se ha podido encontrar.

El calor del gato en sus muslos le hacía bien a Victoria. Siempre que ella se sentaba a escribir Moncho se acomodaba en su regazo ronroneando. Se quedaba allí mientras ella no se moviera, se dormía y se volvía a despertar, y se entretenía mirando el movimiento de la pluma que usaba Victoria para detallar en su diario los acontecimientos de cada día. Ese monótono ronroneo la hacían relajarse a ella también, y escribir se convertía así en una especie de ceremonia religiosa que le permitía descansar.
Pero esa noche era diferente. No estaba segura de que todas sus rutinas funcionaran para poder dormirse, ni siquiera la de Moncho, que ya se había acercado pero esta vez había preferido acomodarse en el escritorio, frente a la luz de la vela que ardía y daba aun más calor al dormitorio.

¨Ha sido espantoso, querido diario, comprobar que lo que decía la gente era absolutamente cierto. Es que yo nunca he sido de creer en fantasmas ni aparecidos, y por eso fui yo misma a la Plaza del Esparto, sí, hoy mismo, y de allí he venido derechito a contártelo todo, como para que quede un testimonio escrito y jamás lo olvide. 
Resulta que Constanza me había alertado de los rumores, y de cómo la gente solía acudir a la Plaza atemorizada por esos ruidos misteriosos que parecía provenir del piso siete de ese edificio, donde vive la familia de Lucía. En realidad ella, su hermana Lucrecia y su papá, que solo tres han quedado de lo que fuera una familia de siete miembros. La madre y dos hijos murieron de una terrible enfermedad en tan solo cinco días. También la niña de dos años falleció a los seis meses de éstos. Así que la familia ya estaba bastante acostumbrada a la adversidad cuando comenzaron los ruidos. Pero yo no podía creer que en este siglo aun estemos creyendo en duendes ni almas en pena. He sido y soy una fuerte defensora de la ciencia y la razón, y estas ideas oscuras solo contribuyen a nublar la mente.
Pero, a decir verdad, lo que escuché y vi hoy no sé cómo explicarlo. Pero lo intentaré. 
Llegué a la plaza no sin sortear algunos transeúntes que caminaban despacio y en grupo, murmurando no sé cuántas letanías y con rosarios y crucifijos en las manos. Esta visión, si bien me alarmó un poco, no dejó de explicarse con el consabido apego a las creencias oscuras que la misma iglesia alienta y de la que yo soy muy consciente. Así es que procuré adelantarme y seguí caminando. Entonces la vi. Frente a la casa, varias personas congregadas y un par de gendarmes en la puerta custodiaban. Uno de ellos había marcado una cruz grande donde supuestamente habrían sentido algún ruido. La gente alrededor no paraba de hablar y de rezar de una manera tan ampulosa que yo no estaba segura de poder escuchar otra cosa que no fueran esos rezos y murmullos. Pero entonces ocurrió. De la pared de la misma casa número 7 salió primero un ruido sordo, seco, contundente. Como un director de orquesta que alza su vara, así cesaron todos los otros ruidos para dejarle paso a la estrella de la noche. Luego sobrevino un crepitar más intenso y la gente empezó a alejarse atemorizada. Yo también di varios pasos atrás, asustada también por el rostro tenebroso de quienes me circundaban. De nuevo cesó el ruido pero la pausa se interrumpió brevemente por un fondo agudo que empezaba a ascender de a poco. Yo sentí un frío helado en mi nuca a pesar de la noche cálida de junio y empecé a caminar hacia atrás, sin dejar de mirar la casa. Transité por lo menos una cuadra en esta posición y cuando ya no veía más la casa me di vuelta y corrí sin parar hasta aquí.
Escribo para aquietar la angustia. Moncho respira al lado y me siento custodiada por él. Creo que hoy, antes de acostarme, rezaré por la familia de Lucía, y mañana sin falta iré a la misa que por las almas de sus difuntos oficiarán en la iglesia de la Encarnación.¨

Victoria cerró el diario, apoyó la pluma en el lapicero de mármol y abrió el cajón donde guardaba los rosarios. Escogió el de pétalos de rosa que su padre le había traído de Roma. Ese podría brindarle la protección que le permitiría dormir en paz. Y el gato. Había escuchado que los gatos custodian la entrada de las almas que no duermen. Y ella quería dormir, así que abrazó a Moncho y lo arropó entre sus sábanas. El gato se acurrucó plácido, y comenzó a ronronear.

sábado, 21 de enero de 2017

El hipnotizador del teatro Apolo

El gobernador ha dictado una orden prohibiendo que los experimentadores extiendan su radio de acción fuera de los teatros donde actúan. La orden responde a la intención del hipnotizador M. Onofrof, que tras distraer con sus sugestivos experimentos a los espectadores del teatro Apolo, ha querido llevarlos a la calle.
En el Trianón Palace trabaja otro hipnotizador, que se ha visto igualmente sujeto a la nueva orden.


Levanté la mano sin duda cuando Onofrof preguntó quiénes querían pasar al escenario. Me divertía la idea de ser hipnotizada y dejarme llevar. Milagros, en cambio, intentó retenerme.
- Estás loca, te puede pasar cualquier cosa allí adelante. 
Yo me zafé del brazo que me apretaba.
- Tranquila hermana, no voy a develar ninguno de tus secretos.
Y empecé a caminar por el pasillo central del teatro junto a unas diez personas que, como yo, querían participar del experimento.
En esa época Miguel Onofrof gozaba de una fama efímera pero contundente. Se decía que sus poderes hipnóticos iban mucho más allá del espectáculo que ofrecía todos los sábados en el Apolo y que tenía fuertes influencias en la gobernación de Valencia.
A mí me gustaba creer que alguien pudiera acceder a mi conciencia y dejarme como suspendida allí, y si bien no sabía bien de qué se trataba el hipnotismo había leído algo sobre los experimentos del médico austríaco que los usaba para curar graves pacientes.
Onofrof era diferente. El había aprovechado algo de esta técnica para crear un espectáculo atractivo. Sus sesiones de hipnotismo no intentaban curar a nadie sino mas bien entretener a la audiencia a costa de algunos voluntarios que, como yo, se prestaban gratuitamente a ser hipnotizados.
Subí entonces los tres escalones que me separaban del piso y el escenario se convirtió a mis pies. Dejé de ver a las personas del público. Una luz intensa me daba en los ojos y solo percibía a Onofrof que me tendía una mano confiable. Y una silla. Allí me quedé, sin poder ver nada a mi alrededor más que una confusión de sombras y cabellos, algunas sonrisas y bastante humo.
Creo que todas esas sensaciones contribuyeron a lo que sucedió después.
El hipnotizador nos dijo que cerremos los ojos y escuché que empezó a contar despacio. Dijo que al llegar a la cuenta de diez debíamos abrirlos y esperar.
Yo conté con él, abrí los ojos y esperé. La nube blanca seguía firme frente a mí y de repente sentí el cuerpo leve y me levanté. Estaba tan liviana que tuve ganas de volar, de bailar, y creo que algo de eso hice. También recuerdo que bajé los tres escalones pero esta vez sin ver al público, solo un pasillo negro hacia la salida del teatro. Lo seguí. La sensación de liviandad proseguía no me costó nada abrir las puertas de la sala. Afuera era de noche y hacía frío pero mi cuerpo solo quería volar. Una ráfaga me sopló en plena cara y fue entonces que me senté en el primer escalón del teatro, confundida. Seguía percibiendo la intensa luz blanca pero la sensación de levedad se había ido, y un temblor helado se apoderó de todo mi cuerpo. Fue entonces que empecé a llorar. No podía aguantarlo. Sabía que era incómodo y que no debía y que la gente y todo pero no podía controlarme. Mamá no había venido a buscarme y yo estaba sola en la puerta de la escuela esperándola. Y era tarde y hacía frío y el escalón de piedra me contagiaba su soledad, y yo sola también abandonada a la espera de alguien que no iba a aparecer nunca más.
Una mano cálida me despertó.
- Lucía, Dios mío, despierta.
Me aferré a Milagros despacio, como quien viene de un largo letargo. Abrazándome sin hablar me condujo de regreso a la casa. Por fortuna nunca me preguntó qué me había sucedido esa noche y por qué salí del teatro bailando como loca. La verdad es que no habría sabido qué responderle. A lo mejor este escrito aclare un poco la confusión.


miércoles, 11 de enero de 2017

El pintor de abanicos



A Alfonso no le parecieron excesivos los doscientos siete escalones que ascendían hacia el campanario. Estaba tan ensimismado en su propios pensamientos que lo único que hacía era contarlos uno por uno. Conocía el total de la cuenta, así como también su final resolución. Eso sí, le pesaba el cuerpo, a pesar de lo poco que había comido en las últimas semanas.

Antes de subir al Miguelete, había terminado su último abanico. Se sentía satisfecho. Había realmente logrado una obra bella. Los colores parecían dialogar en la tela mezclándose a veces, separándose otras. Los ribetes y arabescos oscuros le habían agregado el tono final. Se alegraba de habérselo dejado en la puerta de su casa, sin llamar. Sara no necesitaba saber quién era el artesano. Además, ella debía estar ultimando los detalles del viaje. Se la imaginaba con la maleta negra y pesada junto a la puerta, y de pronto encontrar el abanico allí junto a la reja de la entrada, suspendido en un espacio ajeno. Seguramente se acercaría despacio, primero sin tocarlo y luego en un temblor de cejas sacándolo suavemente de entre las rejas, tal vez llevándoselo a los labios, o al pecho.

La respiración de Alfonso se hacía más corta, como las paredes del campanario antiguo, se iba cerrando a medida que ascendía. Pero a él no le importaba, ya nada en verdad le importaba. Solo la imagen de Sara con el abanico entre las manos, y su maleta en la otra, de cara al barco que la llevaría lejos de España, en un viaje sin retorno. Y aunque la culpa, si es que había culpables, era de él, le dolía haber sido tan cobarde. Es cierto que Sara no le había reprochado que él no hubiese aparecido la noche de la fuga, que la hubiera dejado sola esperándolo hasta que la luna descendiera. Pero tampoco había vuelto a hablarle. Ni a mirarlo. Alfonso en cambio había creído que, luego de un tiempo, ella entendería. Que la idea de fugarse juntos sin trabajo y sin dinero era una locura y que él simplemente era incapaz de hacer algo así. Que en el pueblo tenía un oficio y que de él vivía, y que si se iba de allí a otro lugar era posible que lo pasaran muy mal. En el fondo, tenía miedo. Y con tanto ahora había perdido a Sara, que ante su renuncia había decidido darle el sí al desconocido que vivía en Buenos Aires y con quien viviría el resto de su vida. Hacia allí iba Sara, a vivir del otro lado del mar, donde no alcanza la vista.

Dicen que desde la torre del Miguelete se ve toda Valencia y aun más allá. Alfonso creía que tal vez pudiera divisar desde lo alto su pueblo, y a Sara a punto de partir hacia el ferrocarril que la llevaría al puerto. Los escalones en caracol eran cada vez más pequeños pero ya Alfonso podía vislumbrar la luz de la espadaña donde estaba la campana más renombrada:  "Miguel". La había escuchado repicar tantas veces desde su taller en el arrabal que no veía la hora de tocarla con sus propias manos.

Por fin, un aire fresco le anunció que ya estaba en la terraza, a sus pies toda la ciudad amurallada y aun más lejos pero visible su pueblo pequeño, la plaza, el puente morisco. Entonces miró hacia abajo. Unos cincuenta metros lo separaban del suelo. Pero no tuvo miedo. No esta vez. Acercó así los pies al borde del campanario que parecía protegerlo, en medio del arco hueco que daba al vacío. Al menos, desde allí, no se sentía un cobarde. 

Entonces se escuchó la campana del lado este que sonaba. Uno, y repicaba, dos, y repicaba, tres, y Alfonso cerró lo ojos mientras en un impulso se arrojaba de la torre. Yo tengo para mí que en el instante en que sintió su cuerpo en descenso directo pensó en Sara y en cuánto le hubiera gustado decirle que no se fuera sin él.




martes, 10 de enero de 2017

Un poco de aire nuevo

De vuelta de las vacaciones, a veces cuesta retomar algunas cuestiones. Hoy releí toda la novela, unas cincuenta páginas avanzadas ya. Por ahora tiene visto bueno. Pero me costó continuarla. Escribí un capítulo más a los saltos. Y con ganas de saltar aún más. En el tiempo, sí. De contar desde otro lado, de escribir desde otro lado. Para no aburrirme. Siempre yo y esto del aburrimiento. Si una historia me aburre a mí, ni que hablar a los demás. Por eso mismo debo ir con cuidado. Midiendo los espacios. Necesito renovar las energías pero no sé bien de dónde, o desde dónde, o con qué. Demasiadas preguntas. Pocas respuestas.
Y con todo este aire de principio de año y de deseos o promesas o propuestas a cumplir. Incluso este blog que ya pesa. Pero tal vez pueda aliviarlo. Alivianarlo. Por ahora respiro. Y ya es algo.

miércoles, 4 de enero de 2017

Comienzos

Todo comienzo implica un amanecer. En este espacio nuevo escribo para los que quieran leerme como Mercedes Soledad, ni tan mer ni tan sola, lugar común en que me nombro y me encuentro mujer, y escritora, donde no soy madre, ni maestra, ni líder de ninguna otra idea más que del propio deseo de escribir tantas historias que me han quedado en el tintero.

Y como no creo que valga la pena guardar lo que escribo, voy a compartirlo con la idea de que quienes quieran usarlo lo hagan, etiquetándome @msmoresco.