domingo, 1 de octubre de 2017

La puerta

La puerta se abrió despacio. Él cerró los ojos. Había ensayado ese momento tantas veces que cerrar los ojos era una ilusión más, un intento de retener el pasado como si ese presente no anulara todo lo que había sucedido hasta ahora. Abrirlos fue  una consecuencia casi lógica y cotidiana, pero lo que vio no se parecía en nada a ninguno de los sueños previos. El pasillo no era un túnel negro que olía a rancio, sin puertas ni ventanas. Era sí largo y angosto, con aberturas pequeñas que dejaban traslucir la luz del sol. Lo atravesó despacio, le pesaba mucho el cuerpo. No pensaba en nada más que en dejar que un pie fuera tras del otro, tal vez si se concentraba en ese gesto habitual lograra atravesar todo el pasadizo.
            Ella aguardó hasta que la puerta se cerrara por completo. Sucedió en segundos, pero  le pareció que sus mejores años quedaban detrás, de modo que aguardó un instante mirando la puerta hermética, como si algo por fin fuera a cambiar y de repente hola, aquí estoy, hubo un error, ya puedo volver a casa. Nada de eso sucedió y ella tuvo que admitir que dar la vuelta y volver era la actitud más sensata. De alguna manera no podía hacerlo. Seguía mirando la puerta cerrada y no sintió la mano suave de Alejandro animándola a salir. Tal vez si aguardaba unos minutos todo volviera a la normalidad porque la vida sigue y uno sigue pero si esa puerta no se abría qué difícil iba a estar seguir.

            Él sintió que el corazón se le aceleraba. Eso sí lo había imaginado antes, así que de algún modo estaba preparado. Tomó aire, respiró hondo, lo había ensayado muchas veces y como tantas otras el proceso hizo el efecto necesario. Lo más importante era llegar al otro lado, lejos de la puerta de salida, resistiendo la tentación de darse la vuelta y echar a correr en dirección contraria  suplicando perdón.
            Ella seguía de pie frente a la puerta, impaciente porque nada sucedía. Sabía más que nadie que él que debía pagar, pero no estaba dispuesta a aceptar que se lo llevaran así como así, detrás de una condenada puerta hacia un lugar del que tal vez no volviera jamás. Porque así, con su amor culpable y encerrado, ella tampoco podía volver. No si esa puerta no se abría. La mano de Alejandro era más urgente y ahora sí la sintió.
            Mirar para abajo era una buena opción. El suelo de piedra gris lo ayudaba a concentrarse en sus zapatos que se movían uno delante del otro, uno, dos, uno, dos, qué bien, la mirada triste de Alejandro esa tarde al despedirlo se le cruzaba entre paso y paso y él trataba de alejarla pero se cruzaba otra vez qué jodidos los hijos no nos dejan solos ni cuando se lo pedimos.
-       Vamos, vieja – la mano de Alejandro había cedido el paso a una voz entrecortada por el llanto – no ganamos nada quedándonos acá. El viejo ya se fue. Vamos a casa.
-       No, esperá un cachito, a lo mejor vuelve, a lo mejor no era ésa la puerta o lo vuelven a pasar por acá y lo vemos, esperá que yo no me puedo ir así y dejarlo solo, tengo que esperar, tengo que ver si la puerta se abre, no me digas que no se va a abrir que detrás ya no hay nada y que…No me digas, Ale, no me digas eso te lo pido por favor.
            Él se sorprendió al ver el final del túnel, tampoco eso había imaginado antes. Esa luz blanca tan parecida al sol que te enceguece si mirás y no ves nada porque venís de plena oscuridad pero de a poco vas armando siluetas que son figuras y luego ya objetos o paisajes o como ahí mismo, un salón con ventanas pequeñas y rejas con candado, hombres de idéntico mameluco azul en un espacio inmenso donde habitar de nuevo.
            Entonces sí, se atrevió a mirar hacia atrás y vio al fondo la puerta, enorme y gris como su vida entera, tan cerrada también a lo que quedaba allá, en ese ahora su pasado.

            Y por fin, respiró.

Cuento finalista del concurso Cuentomanía 2017

lunes, 13 de febrero de 2017

El hundimiento del Benlliure

El temporal de Levante que se ha desatado el 20 de noviembre ha provocado la muerte de más de veinte marineros que se encontraban en alta mar. Tres marineros de la Sociedad de Salvamento de Náufragos, que habían salido con el bote salvavidas Arias de Miranda para prestar auxilio a una barca pesquera, han muerto.
En aguas de Gandía, dos tripulantes han muerto tras zozobrar el laúd Flacusta en el que viajaban. Lo mismo ha ocurrido con la barca San Juan, cerca del Perelló, donde han fallecido varios marineros que la tripulaban. Ocho marineros han muerto igualmente por el hundimiento del bergantín Soberano.
El Mariano Benlliure 
A finales de año ha llegado la noticia del naufragio en el Canal de la Mancha del vapor valenciano Mariano Benlliure, de la Compañía Valenciana de Correos de África, en el que ha fallecido toda la tripulación del vapor.

Sé que no es cierto. Sé bien que hablan y hablan pero en definitiva nadie sabe nada. Que el tiempo es malo lo veo. Ese viento del levante que no ha cesado desde el martes y la lluvia persistente, eso puedo verlo. Pero de allí a conjeturar el naufragio del barco más grande que he visto hasta ahora es algo ridículo. Recuerdo la fiesta de botadura, la majestuosidad del casco impecable y tan largo, la chimenea imponente y las numerosas ventanas de los camarotes. Un vapor de ese tamaño no puede simplemente desaparecer. Naufragar dicen. Lo del Flacusta lo entiendo, un laúd es un juguete en medio del temporal y la pobre Josefa no tiene consuelo. pero a quién se le ocurre salir a alta mar cuando ya se veía avecinarse tamaña tormenta. En cambio el Benlliure era otra cosa. Ese casco puede desafiar cualquier oleaje. A mí no me importa lo que vengan a decirme. Que no han tenido noticias y que el último radiograma del capitán Segarra y que tanto silencio, nada de eso es cierto. El miedo los consume. Yo, en cambio, no tengo miedo. Tengo fe. Sé que estaremos viendo al vapor llegar al puerto, y que correré por el muelle al verlo amarrar, y que desde cubierta atisbaré el pelo crespo primero, la mano alzada la sonrisa franca y el abrazo, el abrazo eterno de José y de sus catorce años, y aunque él insista yo le diré que no más, que nunca más, que ya bastante me he asustado con estos rumores del naufragio y que mejor elija otro oficio, que esto de ser marinero no es seguro y que su mamá le buscará un trabajo aquí cerca de ella, aquí a la vuelta en la herrería. es más, hoy mismo hablaré con Don Pedro por el puesto. Hoy mismo. 

miércoles, 1 de febrero de 2017

El asesino de Villanueva

Un paciente del Dr. Villanueva, que sufría intensos ataques de neurastenia, ha matado de dos tiros al médico que entraba en la habitación en ese momento y se ha suicidado.


Eugenio Sanchez estaba cansado, muy cansado. Se había levantado esa mañana casi sin fuerzas, a pesar de haber dormido más de diez horas. Las había contado con los dedos para asegurarse la exactitud. Y era cierto. Diez horas desde las 8 de la noche en que se había acostado sin fuerzas tampoco para comer, y se había dormido sin demasiada dificultad para conciliar el sueño, como era su costumbre. Seguramente el Dr. Villanueva le diría, de nuevo, que debía comer algo, que acostarse sin ingerir alimento no hacía más que debilitarlo, y que una dieta continua y saludable lo sacaría seguramente del estado en que se hallaba. Pero Eugenio estaba harto. harto del doctor y de sus lecciones de vida. harto de tener que escucharlo siempre, hablando desde el púlpito de su sapiencia, diciéndole lo que tenía que hacer para llevar una vida sana. Y a él qué le importaba una vida sana, si al final todos se iban a morir algún día. Así se había muerto Coco ese día en el bar, o Matilde la hilandera en su cama, y al fin el fiel Pancho que de tan viejo no aguantaba pararse en sus cuatro patas. Con él no le había quedado otra que sacrificarlo, pobre animal. Le había comprado la pistola a un viejo gendarme retirado por unas pocas pesetas. El viejo no había preguntado demasiado y él tampoco entró en detalles. Se amargaba hablando de su perro que, aunque iba a cumplir catorce años, era lo único importante que le quedaba cerca. Los demás se habían ido alejando. A poco de fallecer sus padres, su hermano Paco se había mudado a Madrid y ya no se veían. Tenía algunos amigos, pero él no tenía tiempo ni fuerzas para verlos como hacía antes. Por lo que sabía, todos seguían juntándose en el club a jugar bolos, y esa era una actividad que con el tiempo le había resultado sumamente aburrida y por demás agotadora. Así que le quedaba la compañía de Pancho, y la del Dr. Villanueva que se preocupaba bastante por él. Hasta había llegado a visitarlo, cuando se enteró lo del perro. Fue una sorpresa. Solo que a Eugenio le molestaba un poco que el doctor se hubiera apresurado tanto en venir. El casi no había tenido tiempo de limpiar la sangre. Nunca jamás había matado nada ni a nadie y le falló un poco el pulso al activar el gatillo. Primero le dio en una oreja y el perro se asustó tanto que se levantó como pudo y se escondió bajo el mueble del aparador. Pero allí se quedó inmóvil y Eugenio pudo apuntar mejor, no quería hacerlo sufrir pero su inexperiencia y debilidad hacían que fuera difícil sostener el arma firme y apuntar. Al fin, después de cuatro intentos lo logró y Pancho dejó de respirar. El se quedó mirándolo muy triste, y hasta perdió la noción del tiempo, le costaba levantarse aunque la sangre del perro lo estaba invadiendo. Fue entonces que llegó el doctor. Aun no sabe cómo fue que se enteró aunque piensa que tal vez los disparos alertaron a los vecinos que llamaron al médico. Extraño que llamaran al doctor Villanueva y no a la policía, como si supieran algo de su condición. Neurastenia la había llamado el médico. Eugenio no tenía idea de lo que eso significaba, solo sabía que estaba muy, muy cansado. Tanto, que no pudo abrir la puerta cuando llegó el doctor, pero alguien le habría dado una llave. Le pareció que Villanueva se alarmaba. Eugenio no entendía bien de qué, pero vio como el hombre limpiaba el piso, recogía al perro y a él y lo llevaba a su dormitorio.
-Descanse Eugenio, y mañana quiero verlo en mi consultorio. Venga temprano así evita la larga fila de pacientes que llegan a media mañana.

Así que ahi estaba, esperando en el cuarto del consultorio a que llegara el médico, otra vez seguramente a recetarle unas nuevas pastillas, una nueva receta para ese cansancio que no lo dejaba vivir. Aunque en realidad, pensaba, tal vez Villanueva mismo sea el causante de todos mis males, es él quien no quiere verme sano, el que me habla y me habla sin escucharme, y me da cada día más medicamentos. Escuché el otro día que el hombre es tan rico que ha comprado parte de la farmacéutica. Con razón me da todas esta pastillas, lucrando con los enfermos, claro.

Eugenio tocó el arma en su bolsillo derecho. Debía hacerlo, aprovechar esta oleada de energía nueva que lo invadía, tal como el doctor le había aconsejado.

- Haga lo que tenga ganas, Eugenio, siga sus instintos, sus deseos, junte fuerzas y levántese que la vida vale la pena.

Y claro que valía la pena. Sabía que aun le quedaban tres balas. Debía ser certero esta vez. Si acertaba de primera, a lo sumo quedaría una sin usar.

lunes, 30 de enero de 2017

El fantasma de la casa 7

En la casa número 7 de la plaza del Esparto se han oído por las noches ruidos misteriosos que han intrigado mucho al vecindario.
Los periódicos se han ocupado ampliamente de este asunto y las autoridades han establecido vigilancia para encontrar la fuente de los ruidos y evitar la afluencia de gente en los alrededores.
Los ruidos han continuado hasta que la gente y la prensa se han cansado de prestar atención al autor de la burla, que no se ha podido encontrar.

El calor del gato en sus muslos le hacía bien a Victoria. Siempre que ella se sentaba a escribir Moncho se acomodaba en su regazo ronroneando. Se quedaba allí mientras ella no se moviera, se dormía y se volvía a despertar, y se entretenía mirando el movimiento de la pluma que usaba Victoria para detallar en su diario los acontecimientos de cada día. Ese monótono ronroneo la hacían relajarse a ella también, y escribir se convertía así en una especie de ceremonia religiosa que le permitía descansar.
Pero esa noche era diferente. No estaba segura de que todas sus rutinas funcionaran para poder dormirse, ni siquiera la de Moncho, que ya se había acercado pero esta vez había preferido acomodarse en el escritorio, frente a la luz de la vela que ardía y daba aun más calor al dormitorio.

¨Ha sido espantoso, querido diario, comprobar que lo que decía la gente era absolutamente cierto. Es que yo nunca he sido de creer en fantasmas ni aparecidos, y por eso fui yo misma a la Plaza del Esparto, sí, hoy mismo, y de allí he venido derechito a contártelo todo, como para que quede un testimonio escrito y jamás lo olvide. 
Resulta que Constanza me había alertado de los rumores, y de cómo la gente solía acudir a la Plaza atemorizada por esos ruidos misteriosos que parecía provenir del piso siete de ese edificio, donde vive la familia de Lucía. En realidad ella, su hermana Lucrecia y su papá, que solo tres han quedado de lo que fuera una familia de siete miembros. La madre y dos hijos murieron de una terrible enfermedad en tan solo cinco días. También la niña de dos años falleció a los seis meses de éstos. Así que la familia ya estaba bastante acostumbrada a la adversidad cuando comenzaron los ruidos. Pero yo no podía creer que en este siglo aun estemos creyendo en duendes ni almas en pena. He sido y soy una fuerte defensora de la ciencia y la razón, y estas ideas oscuras solo contribuyen a nublar la mente.
Pero, a decir verdad, lo que escuché y vi hoy no sé cómo explicarlo. Pero lo intentaré. 
Llegué a la plaza no sin sortear algunos transeúntes que caminaban despacio y en grupo, murmurando no sé cuántas letanías y con rosarios y crucifijos en las manos. Esta visión, si bien me alarmó un poco, no dejó de explicarse con el consabido apego a las creencias oscuras que la misma iglesia alienta y de la que yo soy muy consciente. Así es que procuré adelantarme y seguí caminando. Entonces la vi. Frente a la casa, varias personas congregadas y un par de gendarmes en la puerta custodiaban. Uno de ellos había marcado una cruz grande donde supuestamente habrían sentido algún ruido. La gente alrededor no paraba de hablar y de rezar de una manera tan ampulosa que yo no estaba segura de poder escuchar otra cosa que no fueran esos rezos y murmullos. Pero entonces ocurrió. De la pared de la misma casa número 7 salió primero un ruido sordo, seco, contundente. Como un director de orquesta que alza su vara, así cesaron todos los otros ruidos para dejarle paso a la estrella de la noche. Luego sobrevino un crepitar más intenso y la gente empezó a alejarse atemorizada. Yo también di varios pasos atrás, asustada también por el rostro tenebroso de quienes me circundaban. De nuevo cesó el ruido pero la pausa se interrumpió brevemente por un fondo agudo que empezaba a ascender de a poco. Yo sentí un frío helado en mi nuca a pesar de la noche cálida de junio y empecé a caminar hacia atrás, sin dejar de mirar la casa. Transité por lo menos una cuadra en esta posición y cuando ya no veía más la casa me di vuelta y corrí sin parar hasta aquí.
Escribo para aquietar la angustia. Moncho respira al lado y me siento custodiada por él. Creo que hoy, antes de acostarme, rezaré por la familia de Lucía, y mañana sin falta iré a la misa que por las almas de sus difuntos oficiarán en la iglesia de la Encarnación.¨

Victoria cerró el diario, apoyó la pluma en el lapicero de mármol y abrió el cajón donde guardaba los rosarios. Escogió el de pétalos de rosa que su padre le había traído de Roma. Ese podría brindarle la protección que le permitiría dormir en paz. Y el gato. Había escuchado que los gatos custodian la entrada de las almas que no duermen. Y ella quería dormir, así que abrazó a Moncho y lo arropó entre sus sábanas. El gato se acurrucó plácido, y comenzó a ronronear.

sábado, 21 de enero de 2017

El hipnotizador del teatro Apolo

El gobernador ha dictado una orden prohibiendo que los experimentadores extiendan su radio de acción fuera de los teatros donde actúan. La orden responde a la intención del hipnotizador M. Onofrof, que tras distraer con sus sugestivos experimentos a los espectadores del teatro Apolo, ha querido llevarlos a la calle.
En el Trianón Palace trabaja otro hipnotizador, que se ha visto igualmente sujeto a la nueva orden.


Levanté la mano sin duda cuando Onofrof preguntó quiénes querían pasar al escenario. Me divertía la idea de ser hipnotizada y dejarme llevar. Milagros, en cambio, intentó retenerme.
- Estás loca, te puede pasar cualquier cosa allí adelante. 
Yo me zafé del brazo que me apretaba.
- Tranquila hermana, no voy a develar ninguno de tus secretos.
Y empecé a caminar por el pasillo central del teatro junto a unas diez personas que, como yo, querían participar del experimento.
En esa época Miguel Onofrof gozaba de una fama efímera pero contundente. Se decía que sus poderes hipnóticos iban mucho más allá del espectáculo que ofrecía todos los sábados en el Apolo y que tenía fuertes influencias en la gobernación de Valencia.
A mí me gustaba creer que alguien pudiera acceder a mi conciencia y dejarme como suspendida allí, y si bien no sabía bien de qué se trataba el hipnotismo había leído algo sobre los experimentos del médico austríaco que los usaba para curar graves pacientes.
Onofrof era diferente. El había aprovechado algo de esta técnica para crear un espectáculo atractivo. Sus sesiones de hipnotismo no intentaban curar a nadie sino mas bien entretener a la audiencia a costa de algunos voluntarios que, como yo, se prestaban gratuitamente a ser hipnotizados.
Subí entonces los tres escalones que me separaban del piso y el escenario se convirtió a mis pies. Dejé de ver a las personas del público. Una luz intensa me daba en los ojos y solo percibía a Onofrof que me tendía una mano confiable. Y una silla. Allí me quedé, sin poder ver nada a mi alrededor más que una confusión de sombras y cabellos, algunas sonrisas y bastante humo.
Creo que todas esas sensaciones contribuyeron a lo que sucedió después.
El hipnotizador nos dijo que cerremos los ojos y escuché que empezó a contar despacio. Dijo que al llegar a la cuenta de diez debíamos abrirlos y esperar.
Yo conté con él, abrí los ojos y esperé. La nube blanca seguía firme frente a mí y de repente sentí el cuerpo leve y me levanté. Estaba tan liviana que tuve ganas de volar, de bailar, y creo que algo de eso hice. También recuerdo que bajé los tres escalones pero esta vez sin ver al público, solo un pasillo negro hacia la salida del teatro. Lo seguí. La sensación de liviandad proseguía no me costó nada abrir las puertas de la sala. Afuera era de noche y hacía frío pero mi cuerpo solo quería volar. Una ráfaga me sopló en plena cara y fue entonces que me senté en el primer escalón del teatro, confundida. Seguía percibiendo la intensa luz blanca pero la sensación de levedad se había ido, y un temblor helado se apoderó de todo mi cuerpo. Fue entonces que empecé a llorar. No podía aguantarlo. Sabía que era incómodo y que no debía y que la gente y todo pero no podía controlarme. Mamá no había venido a buscarme y yo estaba sola en la puerta de la escuela esperándola. Y era tarde y hacía frío y el escalón de piedra me contagiaba su soledad, y yo sola también abandonada a la espera de alguien que no iba a aparecer nunca más.
Una mano cálida me despertó.
- Lucía, Dios mío, despierta.
Me aferré a Milagros despacio, como quien viene de un largo letargo. Abrazándome sin hablar me condujo de regreso a la casa. Por fortuna nunca me preguntó qué me había sucedido esa noche y por qué salí del teatro bailando como loca. La verdad es que no habría sabido qué responderle. A lo mejor este escrito aclare un poco la confusión.


miércoles, 11 de enero de 2017

El pintor de abanicos



A Alfonso no le parecieron excesivos los doscientos siete escalones que ascendían hacia el campanario. Estaba tan ensimismado en su propios pensamientos que lo único que hacía era contarlos uno por uno. Conocía el total de la cuenta, así como también su final resolución. Eso sí, le pesaba el cuerpo, a pesar de lo poco que había comido en las últimas semanas.

Antes de subir al Miguelete, había terminado su último abanico. Se sentía satisfecho. Había realmente logrado una obra bella. Los colores parecían dialogar en la tela mezclándose a veces, separándose otras. Los ribetes y arabescos oscuros le habían agregado el tono final. Se alegraba de habérselo dejado en la puerta de su casa, sin llamar. Sara no necesitaba saber quién era el artesano. Además, ella debía estar ultimando los detalles del viaje. Se la imaginaba con la maleta negra y pesada junto a la puerta, y de pronto encontrar el abanico allí junto a la reja de la entrada, suspendido en un espacio ajeno. Seguramente se acercaría despacio, primero sin tocarlo y luego en un temblor de cejas sacándolo suavemente de entre las rejas, tal vez llevándoselo a los labios, o al pecho.

La respiración de Alfonso se hacía más corta, como las paredes del campanario antiguo, se iba cerrando a medida que ascendía. Pero a él no le importaba, ya nada en verdad le importaba. Solo la imagen de Sara con el abanico entre las manos, y su maleta en la otra, de cara al barco que la llevaría lejos de España, en un viaje sin retorno. Y aunque la culpa, si es que había culpables, era de él, le dolía haber sido tan cobarde. Es cierto que Sara no le había reprochado que él no hubiese aparecido la noche de la fuga, que la hubiera dejado sola esperándolo hasta que la luna descendiera. Pero tampoco había vuelto a hablarle. Ni a mirarlo. Alfonso en cambio había creído que, luego de un tiempo, ella entendería. Que la idea de fugarse juntos sin trabajo y sin dinero era una locura y que él simplemente era incapaz de hacer algo así. Que en el pueblo tenía un oficio y que de él vivía, y que si se iba de allí a otro lugar era posible que lo pasaran muy mal. En el fondo, tenía miedo. Y con tanto ahora había perdido a Sara, que ante su renuncia había decidido darle el sí al desconocido que vivía en Buenos Aires y con quien viviría el resto de su vida. Hacia allí iba Sara, a vivir del otro lado del mar, donde no alcanza la vista.

Dicen que desde la torre del Miguelete se ve toda Valencia y aun más allá. Alfonso creía que tal vez pudiera divisar desde lo alto su pueblo, y a Sara a punto de partir hacia el ferrocarril que la llevaría al puerto. Los escalones en caracol eran cada vez más pequeños pero ya Alfonso podía vislumbrar la luz de la espadaña donde estaba la campana más renombrada:  "Miguel". La había escuchado repicar tantas veces desde su taller en el arrabal que no veía la hora de tocarla con sus propias manos.

Por fin, un aire fresco le anunció que ya estaba en la terraza, a sus pies toda la ciudad amurallada y aun más lejos pero visible su pueblo pequeño, la plaza, el puente morisco. Entonces miró hacia abajo. Unos cincuenta metros lo separaban del suelo. Pero no tuvo miedo. No esta vez. Acercó así los pies al borde del campanario que parecía protegerlo, en medio del arco hueco que daba al vacío. Al menos, desde allí, no se sentía un cobarde. 

Entonces se escuchó la campana del lado este que sonaba. Uno, y repicaba, dos, y repicaba, tres, y Alfonso cerró lo ojos mientras en un impulso se arrojaba de la torre. Yo tengo para mí que en el instante en que sintió su cuerpo en descenso directo pensó en Sara y en cuánto le hubiera gustado decirle que no se fuera sin él.




martes, 10 de enero de 2017

Un poco de aire nuevo

De vuelta de las vacaciones, a veces cuesta retomar algunas cuestiones. Hoy releí toda la novela, unas cincuenta páginas avanzadas ya. Por ahora tiene visto bueno. Pero me costó continuarla. Escribí un capítulo más a los saltos. Y con ganas de saltar aún más. En el tiempo, sí. De contar desde otro lado, de escribir desde otro lado. Para no aburrirme. Siempre yo y esto del aburrimiento. Si una historia me aburre a mí, ni que hablar a los demás. Por eso mismo debo ir con cuidado. Midiendo los espacios. Necesito renovar las energías pero no sé bien de dónde, o desde dónde, o con qué. Demasiadas preguntas. Pocas respuestas.
Y con todo este aire de principio de año y de deseos o promesas o propuestas a cumplir. Incluso este blog que ya pesa. Pero tal vez pueda aliviarlo. Alivianarlo. Por ahora respiro. Y ya es algo.

miércoles, 4 de enero de 2017

Comienzos

Todo comienzo implica un amanecer. En este espacio nuevo escribo para los que quieran leerme como Mercedes Soledad, ni tan mer ni tan sola, lugar común en que me nombro y me encuentro mujer, y escritora, donde no soy madre, ni maestra, ni líder de ninguna otra idea más que del propio deseo de escribir tantas historias que me han quedado en el tintero.

Y como no creo que valga la pena guardar lo que escribo, voy a compartirlo con la idea de que quienes quieran usarlo lo hagan, etiquetándome @msmoresco.