La puerta se abrió despacio. Él cerró los
ojos. Había ensayado ese momento tantas veces que cerrar los ojos era una
ilusión más, un intento de retener el pasado como si ese presente no anulara
todo lo que había sucedido hasta ahora. Abrirlos fue una consecuencia casi lógica y cotidiana, pero
lo que vio no se parecía en nada a ninguno de los sueños previos. El pasillo no
era un túnel negro que olía a rancio, sin puertas ni ventanas. Era sí largo y
angosto, con aberturas pequeñas que dejaban traslucir la luz del sol. Lo
atravesó despacio, le pesaba mucho el cuerpo. No pensaba en nada más que en
dejar que un pie fuera tras del otro, tal vez si se concentraba en ese gesto
habitual lograra atravesar todo el pasadizo.
Ella
aguardó hasta que la puerta se cerrara por completo. Sucedió en segundos, pero le pareció que sus mejores años quedaban
detrás, de modo que aguardó un instante mirando la puerta hermética, como si
algo por fin fuera a cambiar y de repente hola, aquí estoy, hubo un error, ya
puedo volver a casa. Nada de eso sucedió y ella tuvo que admitir que dar la
vuelta y volver era la actitud más sensata. De alguna manera no podía hacerlo.
Seguía mirando la puerta cerrada y no sintió la mano suave de Alejandro
animándola a salir. Tal vez si aguardaba unos minutos todo volviera a la
normalidad porque la vida sigue y uno sigue pero si esa puerta no se abría qué
difícil iba a estar seguir.
Él
sintió que el corazón se le aceleraba. Eso sí lo había imaginado antes, así que
de algún modo estaba preparado. Tomó aire, respiró hondo, lo había ensayado
muchas veces y como tantas otras el proceso hizo el efecto necesario. Lo más
importante era llegar al otro lado, lejos de la puerta de salida, resistiendo
la tentación de darse la vuelta y echar a correr en dirección contraria suplicando perdón.
Ella
seguía de pie frente a la puerta, impaciente porque nada sucedía. Sabía más que
nadie que él que debía pagar, pero no estaba dispuesta a aceptar que se lo
llevaran así como así, detrás de una condenada puerta hacia un lugar del que
tal vez no volviera jamás. Porque así, con su amor culpable y encerrado, ella
tampoco podía volver. No si esa puerta no se abría. La mano de Alejandro era
más urgente y ahora sí la sintió.
Mirar
para abajo era una buena opción. El suelo de piedra gris lo ayudaba a
concentrarse en sus zapatos que se movían uno delante del otro, uno, dos, uno,
dos, qué bien, la mirada triste de Alejandro esa tarde al despedirlo se le
cruzaba entre paso y paso y él trataba de alejarla pero se cruzaba otra vez qué
jodidos los hijos no nos dejan solos ni cuando se lo pedimos.
-
Vamos, vieja – la mano de
Alejandro había cedido el paso a una voz entrecortada por el llanto – no
ganamos nada quedándonos acá. El viejo ya se fue. Vamos a casa.
-
No, esperá un cachito, a lo mejor
vuelve, a lo mejor no era ésa la puerta o lo vuelven a pasar por acá y lo
vemos, esperá que yo no me puedo ir así y dejarlo solo, tengo que esperar,
tengo que ver si la puerta se abre, no me digas que no se va a abrir que detrás
ya no hay nada y que…No me digas, Ale, no me digas eso te lo pido por favor.
Él
se sorprendió al ver el final del túnel, tampoco eso había imaginado antes. Esa
luz blanca tan parecida al sol que te enceguece si mirás y no ves nada porque
venís de plena oscuridad pero de a poco vas armando siluetas que son figuras y
luego ya objetos o paisajes o como ahí mismo, un salón con ventanas pequeñas y
rejas con candado, hombres de idéntico mameluco azul en un espacio inmenso
donde habitar de nuevo.
Entonces
sí, se atrevió a mirar hacia atrás y vio al fondo la puerta, enorme y gris como
su vida entera, tan cerrada también a lo que quedaba allá, en ese ahora su
pasado.
Y
por fin, respiró.
Cuento finalista del concurso Cuentomanía 2017
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