sábado, 21 de enero de 2017

El hipnotizador del teatro Apolo

El gobernador ha dictado una orden prohibiendo que los experimentadores extiendan su radio de acción fuera de los teatros donde actúan. La orden responde a la intención del hipnotizador M. Onofrof, que tras distraer con sus sugestivos experimentos a los espectadores del teatro Apolo, ha querido llevarlos a la calle.
En el Trianón Palace trabaja otro hipnotizador, que se ha visto igualmente sujeto a la nueva orden.


Levanté la mano sin duda cuando Onofrof preguntó quiénes querían pasar al escenario. Me divertía la idea de ser hipnotizada y dejarme llevar. Milagros, en cambio, intentó retenerme.
- Estás loca, te puede pasar cualquier cosa allí adelante. 
Yo me zafé del brazo que me apretaba.
- Tranquila hermana, no voy a develar ninguno de tus secretos.
Y empecé a caminar por el pasillo central del teatro junto a unas diez personas que, como yo, querían participar del experimento.
En esa época Miguel Onofrof gozaba de una fama efímera pero contundente. Se decía que sus poderes hipnóticos iban mucho más allá del espectáculo que ofrecía todos los sábados en el Apolo y que tenía fuertes influencias en la gobernación de Valencia.
A mí me gustaba creer que alguien pudiera acceder a mi conciencia y dejarme como suspendida allí, y si bien no sabía bien de qué se trataba el hipnotismo había leído algo sobre los experimentos del médico austríaco que los usaba para curar graves pacientes.
Onofrof era diferente. El había aprovechado algo de esta técnica para crear un espectáculo atractivo. Sus sesiones de hipnotismo no intentaban curar a nadie sino mas bien entretener a la audiencia a costa de algunos voluntarios que, como yo, se prestaban gratuitamente a ser hipnotizados.
Subí entonces los tres escalones que me separaban del piso y el escenario se convirtió a mis pies. Dejé de ver a las personas del público. Una luz intensa me daba en los ojos y solo percibía a Onofrof que me tendía una mano confiable. Y una silla. Allí me quedé, sin poder ver nada a mi alrededor más que una confusión de sombras y cabellos, algunas sonrisas y bastante humo.
Creo que todas esas sensaciones contribuyeron a lo que sucedió después.
El hipnotizador nos dijo que cerremos los ojos y escuché que empezó a contar despacio. Dijo que al llegar a la cuenta de diez debíamos abrirlos y esperar.
Yo conté con él, abrí los ojos y esperé. La nube blanca seguía firme frente a mí y de repente sentí el cuerpo leve y me levanté. Estaba tan liviana que tuve ganas de volar, de bailar, y creo que algo de eso hice. También recuerdo que bajé los tres escalones pero esta vez sin ver al público, solo un pasillo negro hacia la salida del teatro. Lo seguí. La sensación de liviandad proseguía no me costó nada abrir las puertas de la sala. Afuera era de noche y hacía frío pero mi cuerpo solo quería volar. Una ráfaga me sopló en plena cara y fue entonces que me senté en el primer escalón del teatro, confundida. Seguía percibiendo la intensa luz blanca pero la sensación de levedad se había ido, y un temblor helado se apoderó de todo mi cuerpo. Fue entonces que empecé a llorar. No podía aguantarlo. Sabía que era incómodo y que no debía y que la gente y todo pero no podía controlarme. Mamá no había venido a buscarme y yo estaba sola en la puerta de la escuela esperándola. Y era tarde y hacía frío y el escalón de piedra me contagiaba su soledad, y yo sola también abandonada a la espera de alguien que no iba a aparecer nunca más.
Una mano cálida me despertó.
- Lucía, Dios mío, despierta.
Me aferré a Milagros despacio, como quien viene de un largo letargo. Abrazándome sin hablar me condujo de regreso a la casa. Por fortuna nunca me preguntó qué me había sucedido esa noche y por qué salí del teatro bailando como loca. La verdad es que no habría sabido qué responderle. A lo mejor este escrito aclare un poco la confusión.


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